Juan Sebastián Bach, testigo de la gloria

 Dr. Luis Armando Aguilar Sahagún

El filósofo vasco Xavier Zubiri (1904-1984) decía que hay dos preguntas insoslayables que todo ser humano se plantea tarde o temprano. ¿Qué va a ser de mí? Y ¿Qué voy a hacer de mí?  La respuesta a estas preguntas es dada con nuestras acciones, sobre todo mediante aquellas en las que nuestra libertad está más en juego. Es una respuesta existencial, más que teórica. Y aunque no nos la plantemos explícitamente, lo que vamos haciendo a lo largo de la vida va siendo ya una respuesta existencial. El resultado es lo que configura lo que solemos llamar nuestra “vocación”.

La vocación del hombre, de todo hombre y mujer es, ciertamente, ser cada vez más humano y, así, ser feliz. Lo que hacemos, la “obra” que cada quien lleva a cabo en la vida, suele exigir de la persona todo su empeño y dedicación.

Hay ejemplos de vocaciones en los que parece que lo único que hace falta es dejar que la obra que cada cual ha de realizar en la vida surja como una tarea impostergable, como “lo que hay que hacer”, lo que es preciso lograr o cumplir. Es la obra la que se impone como una exigencia de cumplimiento de que su resplandor, que se esboza en la mente y en todo el ser de la persona, no se apague; que ilumine la mente, el corazón y el mundo vital; que dé lugar a la entrega total, al compromiso sin cortapisas.

La acción creadora del artista, que compromete a toda la persona, pone de manifiesto cómo es que la obra va delineando la vida como vocación, en la medida en que va pidiendo más y más a toda la persona. La obra de arte nos sirve de término de comparación, como la poesía, entendida aquí desde su raíz griega “Poesis”, que significa hacer, llevar a cabo una obra. El poeta es la persona capaz de amar, crear lo bello, “engendrar en la belleza” (Platón) y de entregarlo; la obra exige a su ejecutor, al poeta, ser dicha, transparentarse en los elementos, en las cosas, en las palabras, en el ser real. La acción poética compromete a toda la persona. El hombre está llamado a hacer de su vida una obra de arte; a ejecutar la obra que es capaz de realizar porfiando contra la adversidad de circunstancias o la oposición de los elementos, sin rendirse ante las apariencias, renunciando a los logros fáciles, baratos. Es un “hacer musical”, armónico, en que se conjugan las partes en unidad, en un todo en el que la persona plasma lo más hondo de su ser.

EL artista tiene por tarea el hacer visible la belleza, sin dejar que deslumbre o ciegue, al punto de paralizar en el amor, de entumecer la acción o debilitar la voluntad; que todo cobre su forma propia, hermosa, justa, neta.

Si la música es, como llegó a decir Beethoven, “una revelación más grande que loa filosofía”, tendríamos que poder constatar esa experiencia. Experiencia, en el fondo, del ser, del hontanar de todo asombro y maravilla; de todo interrogante y de toda verdad, clara, deslumbrante, capaz de hacer a los hombres más auténticos al percibirla, menos falaces, con solo su tacto.

La garantía de que la música sea una revelación mayor que la de la filosofía es, como la de otras artes, su capacidad de ser una luz que mueve lo mejor que hay en el hombre.

“Con palabras me es imposible traducir la música -afirma el filósofo Grabriel Marcel-. Para transmitirla sólo puedo hacer una cosa, tocarla, mostrar la melodía; en suma, tomar parte activa en la música, con la esperanza de suscitar, de liberar en el oyente un cierto movimiento que le llevará a encontrar lo que intento que escuche”.

Testigo de la fe

Juan Sebastián Bach, por ejemplo, es capaz de alcanzar lo inconcebible. Su música es una poesía en el rigor de los tiempos en los que ha de ser ejecutada, del ritmo, de la magnificencia de su contrapunto. Sus cantatas y Pasiones son palabras orantes que cualquier puede hacer suyas porque puede llegar a sentirlas como surgidas del fondo de su propio ser. En ellas, las voces se entretejen como en redes, en manojos, como piedra sobre piedra, con un dinamismo contenido de lo que en cada caso es preciso decir, comentar: una escena del Evangelio, un proverbio, una sentencia. Puede decirse que su música es un comentario interminable a los armónicos de la Sagrada Escritura en cada uno de sus pasajes. Voces e instrumentos se complementan con gracia y naturalidad; lo natural y lo que nace del genio creador se mezclan en el cultivo de lo bello con sobria grandeza y de forma inadvertida. La dificultad técnica está como vencida por la gracia. Las melodías avanzan sin dificultad. Lo cristalino, lo claro, es como el agua que refracta los colores sin confundirlos. Todo brota desde un centro incandescente y se expande apuntando a su origen y término -Bach solía poner el comienzo de sus partituras las siglas: A.M.D.G. Ad maiorem Dei Gloriam, a la mayor gloria de Dios. No es difícil constatarlo.

El maestro Bach es un testigo fiel de la revelación cristiana. Su música es desvelamiento del drama humano; puesta al desnudo de su contingencia, de su capacidad de cometer las más lamentables atrocidades. Sus Pasiones cantan este drama y nos mueven a percibirlo como desde dentro. Sus corales remiten a la imposibilidad de estar a la altura del misterio de Dios, revelado como amor y ternura entregada en Cristo. En cierto modo son como el “coro” de las tragedias griegas. Pero en ellas nunca falta el grito de esperanza, la señal sonora de la reconciliación posible, que se restablece justo por la fuerza del misterio que celebra y que busca “comentar”.

La música tendría que elevar, sí, pero no a regiones de ensoñación y de engaño evasivo de la realidad, sino a la región en la que el hombre descubra poder ser cada vez más él mismo, donde alcanza su verdadera estatura y se vuelve capaz de enfrentar la realidad y sus propias contradicciones, aunque no siempre logre la plena reconciliación.

A los tonos más trágicos, como pueden ser los de la introducción a la pasión según San Juan, o al Kyrie Eleyson de la gran misa en sí menor, subyace una certeza: el hombre ha sido levantado, por gracia. Ya hay un triunfo que resuena en el universo y en la historia. Hay una alegría imperecedera que no pueden olvidar ni el creyente ni el ateo. Siempre es posible preguntar por su fuente y su raíz.

El sentido interior de la verdad, que habita a todo hombre, puede darle la confirmación de que, en efecto, así es, y sentirse movido a una gratitud que adore el misterio y se pregunta qué cosa toca hacer en este mundo para que esa alegría inunde los rincones donde reinan el sufrimiento, el caos, la tristeza, la violencia y la mentira; para que esa luz penetre en los corazones más endurecidos, en las sensibilidades más abotagadas. Ahí, al escuchar y actuar en armonía, se unen los hombres, porque así son capaces y de esperar y de trabajar juntos.

Plegaria agradecida

Quien haya podido pensar que este mundo es un gran despropósito; Quien sienta que tanto mal desdice de la bondad del Creador; Quien ya no logre ver en nuestra historia una luz tan nítida como la que inequívocamente brilla en los ojos de un bebé; Quien se sienta decepcionado del ser humano, de tanta torcedura en su corazón, en sus intenciones, en sus planes, en las obras se vuelven en su contra, en sus innumerables torpezas y aberraciones; Quien no crea ya en la verdad de la palabra, en la veracidad de los testigos de lo justo y de lo santo; Quien se incline a tenerlo todo por una gran impostura; Quien se sienta inclinado a despreciarse a sí mismo y a los demás, ante tanta barbarie y prevaricación; Quien se sienta dispuesto a abrazar lo que ofrece el instante, su belleza o su placer efímeros, a cualquier precio; Quien no piense que más allá de toda ambigüedad está lo recto, lo justo, lo noble y, a medida de lo humano, también lo perfecto. Quien prefiera replegarse en sus propios intereses y desplegar su voluntad de poder sin restricciones; Quien prefiera voltear el rostro frente a rostros repulsivos, deformes, maltrechos, guiñapos humanos, de seres envilecidos por otros o puestos al margen de lo que, dentro de una sociedad, merece reconocimiento; Quien tenga el dolor como lo definitivo y el sufrimiento humano como un puro sinsentido… que escuche a Juan Sebastián Bach. En su mirada puede operarse el mayor de los milagros; En el corazón, puede renacer el anhelo por la realización de las más excelsas obras; en la vida puede ocurrir la mejor de las historias.

En la historia de la humanidad hay riachuelos de bondad y de belleza – “bach” significa riachuelo- que corren sobre la superficie y por debajo de la tierra cuyas aguas han quedado intactas a pesar de pútridas cloacas de maldad; la música nos puede hacer salir al encuentro de ejércitos de testigos silenciosos, grandes y pequeños, de una discreta entrega a lo más grande y valioso, a lo que por siempre permanece.

Quien no sepa o no crea que el hombre ha sido creador para alabar en profunda exaltación y sereno gozo; Quien llegue a dudar de que Dios es Padre, impulso y meta de todos nuestros esfuerzos; Quien haya perdido el sentido del todo, y de la armónica majestad de todas las cosas… ¡Que escuche….! Y así, de obra en obra, de melodía en melodía, podemos advertir que su obra, como la de muchos otros, es plegaria agradecida ante el misterio agraciante. La obra de este gran músico es la feliz memoria de que la vida, las obras y palabras del Rabbí de Nazaret ya han sido sellados y ratificados por el Dios a quien siempre llamó “Padre”.

Quien dude de que Dios es Dios… siempre podrá escuchar la música de Bach, testigo de la más grande de todas las obras de misericordia del Dios a quien busca dar gloria.

Bajo una mirada creyente es posible pensar que, cuando al fin estalle la gloria de Dios en todo su esplendor, con la fuerza inconmensurable de la palabra primigenia –Cristo, Alfa y Omega- resonarán entre las esferas, acordes, melodías y cantatas de Juan Sebastián Bach, como uno de sus más grandes testigos.