El valor de la infancia y el clamor de los niños

 

Dr. Luis Armando Aguilar Sahagún

Instituto de Filosofía/IFFIM

 

I

Cada etapa de la vida tiene su propia fuerza y su propia debilidad. La infancia es, por excelencia, la edad del pleno ser, de la fresca configuración de la persona, con la capacidad de vivir en el presente como difícilmente es posible volverlo a hacer en otra edad. Es la edad del crecer en total dependencia. Y en su insuficiencia, los niños nos enseñan a vivir esperándolo todo de la buena voluntad de los demás, comenzando, desde luego, de los padres. El tiempo del niño es el presente pleno, que se demuestra en la capacidad de jugar sin fin y de creer casi ilimitadamente… “Cada niño que nace es la promesa de que Dios aún sigue creyendo en el hombre”, decía el gran poeta Tagore. Esa es sin duda su mayor fuerza.

La juventud es la edad del vigor y de los grandes proyectos. La infancia ha quedado atrás y así se le quiere. Es la época del esplendor, descubrimiento de la amistad y del amor. El dolor se conoce, quizá, con más virulencia que en la infancia, por ser más consciente. Superada la dura crisis de la adolescencia –estado intermedio entre ser y no ser, crecer o no crecer, querer ser alguien en particular para los demás y para sí mismo- la juventud es francamente afirmativa. Tiene la fuerza del conquistador y la debilidad de ser fácilmente sometida a sus propias pasiones. En realidad o en sueños, la belleza la acompaña, y se convierte, junto con el placer y la amabilidad del mundo, en el horizonte en el que se proyectan las actividades, las compañías, las metas. También pasa, y su pasar suele ser de los más dolorosos. Despierta una nostalgia que estimula al adulto a aprovechar mejor su tiempo, y alimenta la memoria de los viejos. Es el tiempo en que el amor se convierte en el tema central, hasta el final de los días.

Hasta cierto punto una juventud reflexiva parece un contrasentido. Aristóteles pensaba, por eso, que no es una edad propicia para filosofar, y propone, en cambio, al adulto como modelo en el que se han de encarnar las virtudes y en que será posible involucrarse en la vida pública.

Luego vendrá la edad adulta, el tiempo de la seriedad. Responsabilidad, compromiso y estabilidad suelen ser las características del hombre maduro. Cuando la juventud queda atrás y se asume que son años que ya no volverán, se impone enfrentar la vida como tarea cuyo logro está en las propias manos. Se han cerrado caminos, se han aprovechado algunas oportunidades, otras se habrán perdido. ¿Qué quedará? La obra realizada. La experiencia del tiempo es más oscilante. Si la juventud tiende a vivir en un “presentismo”, o en un futuro de los grandes proyectos, la edad adulta mira hacia atrás y hacia adelante desde el hoy de los deberes asumidos. Se reconocen nuevos límites. Su fuerza es la seriedad, la voluntad de una vida ética, que se expresa, las más de las veces, en la opción por una vida matrimonial (Kierkegaard).

¿Qué queda? ¿Qué es entonces lo importante? Lograr la obra entre manos, sacar adelante las tareas, alcanzar acumular, tal vez, los bienes que se habrán de heredar a los descendientes, mantener unida a la familia, etc. El adulto busca la trascendencia de los hijos, como don máximo. Proyección de sueños no alcanzados y necesidad de aprender a respetar al fruto de las entrañas en su alteridad, dejarlo ser.

II

Entre tanto en la sociedad de los adultos nos preocupamos por la educación de los niños y de los jóvenes. Queremos que hagan suyos unos valores, que se formen de cierta manera, preparándolos para un paso bien dado hacia la edad adulta.

Entre diversos modelos, se ha entendido la acción educativa como una transmisión de valores, como entrega de posibilidades de vida y realización. El acto de entregar supone unos sujetos y, en ellos, una bondad que los lleva a dar de lo que han recibido. La formulación es abstracta. Las posibilidades que se entregan siempre lo son bajo formas particulares de vida, tradiciones, cosas, etc. En todas estas reflexiones subyace un supuesto humanista de fondo: la relación educativa tiene que ver con el paso de lo impersonal a lo personal. No es un proceso automático, sino que supone trabajo, cuidado, solicitud, la intención de hacer algo por alguien. Supone que el ser humano vive desde los demás, de lo que le dan y es capaz de transformar y asimilar con ello. El punto decisivo está en la capacidad de apropiación que asumen los sujetos de lo recibido.

El punto de partida es la capacidad de darse cuenta de que algo ha sido dado, una entrega que se vive como gratuita o como con una carga debitoria, un don, etc. Educar tiene que ver con hacer que las personas se hagan (más) humanas.

Humanizar se convierte es verbo cuando se intenta hacer que el hombre viva y proceda de acuerdo con un modelo o esquema más o menos completo de lo que se concibe que es y debe ser. En cierto modo, parte del supuesto de carencias, daños, deficiencias por subsanar lo que el hombre ha sido y es a la luz de un paradigma.

La falta de confianza en el ser humano y en las promesas de una vida lograda de acuerdo con grandes ideales como la igualdad, la unidad y la justicia, plantea la pregunta por la manera en que es posible seguir concibiendo esos ideales sin capitular totalmente frente a los enormes obstáculos para darles sentido. ¿En este horizonte, cuál es la esperanza posible? ¿la unidad posible? ¿la solidaridad posible?

El individuo se ve remitido a consultar su propia interioridad y, en su soledad, frente a su propio límite y a los límites del mundo, en medio de la incertidumbre, buscar una respuesta: estos valores se localizan en un terreno próximo, son aspiraciones, deseos y anhelos que, por lo que a mi toca, puedo y quiero vivir de esta o aquella manera. El momento de la decisión individual se hace inevitable. La decisión que busca una transformación en la moral personal y social ha de contar con el factor tiempo, de largo aliento, sobre todo en este caso.

El sujeto ético, educado moralmente, se cultiva en una soledad de la que sale  (es e-ducado) movido por el vínculo social y urgido por el mundo que se impone como tarea. Pero el mundo, la realidad, no se imponen sin más. El movimiento supone una voluntad de dejarse afectar, de permitir que el mundo se imponga, es decir, que se haga evidente su fuerza vinculante, el deber. De ahí que sea ilusorio el intento de comprender al ser humano al margen de toda ética y de todo valor. El ser humano es ético en su misma raíz. Hay en él una proto-moral que lo mueve a buscar lo adecuado y actuar en correspondencia racional y razonable con ello. No es concebible una antropología sin una ética.

La búsqueda de lo humano, de lo que hace sentirse bien (ser feliz) haciendo lo bueno se da de la mano de los demás. El ser humano es menesteroso ante sí mismo y ante la sociedad con la que se siente vinculado para descubrir su propio ser y realizar sus posibilidades.

Por eso, educar tiene que ver con el desarrollo, el crecimiento, el avanzar. Es siempre un avanzar con otros, en dirección a ellos, a través del paso por lo que cada quien descubre que es y quiere ser, y así volver a una soledad plena. Avanzar, crecer, desarrollarse supone asistencia por parte de los demás. De ahí que la educación como dimensión maternal de la convivencia social, esté ligada de raíz a la enseñanza de las cosas básicas que ayudan a que alguien crezca, viva, florezca.

¿Qué mueve al hombre a asistir a otros? La historia muestra que la asistencia puede encubrir la voluntad de dominio, de control, la amputación no intencional de las posibilidades del otro. Hay en la historia signos de un Evangelio de la perdición paradójicamente salvífica: la sobrevivencia prometida a quien hombro con hombro busca su patria en la tierra.

El ser humano vive bajo el riesgo permanente de dañar cada vez más los ya deteriorados vínculos humanos que apenas nos siguen uniendo. En este contexto, hacer de la fraternidad un proyecto con sentido se muestra como el más utópico e indeseable de los proyectos. ¿Quién desea hacerse hermano de Caín?

Habrá que vivir y pensar la solidaridad, la unidad y la igualdad en contextos muy localizado. Por lo que a mi toca, me voy a hacer hermano del que está junto a mí, del que me encuentro a mi paso, pero dentro de mi territorio, con quienes ya existe un sentimiento de cohesión y frente a quienes me ayudan a redescubrir el sentido, uno, así sea provisional.

III

Matrix educat. Magister Docet. De acuerdo con este adagio clásico de la antigüedad la educación es fundamentalmente una tarea maternal. Las  tareas quedan bien delimitadas frente a todas las demás. Así entendidas las tareas educativas han ido siendo asumidas por la sociedad de distintos modos. La palabra educación ha llegado a abarcarlo todo, al grado de que su uso ha perdido su referente principal, el analogatum princeps como se dice en la terminología escolástica. La falta de claridad a este respecto ha derivado, por una parte, en la enorme proliferación de enfoques y disciplinas que buscan estudiar el fenómeno educativo. Por otra, en la falta de claridad de lo que es educar frente a todo lo que no lo es.

Podemos preguntar en qué medida se establece un deslinde poco adecuado de los ámbitos, al grado de que se con-funden el enseñar y el educar, en el sentido nutricio, protector, abrigador, del término. Con otras palabras, se trata de saber si no hay una atribución de funciones que resulta inadecuada para el cabal cumplimiento de los propósitos de quienes nos dedicamos a la educación y la enseñanza, ya sean personas o instituciones.

Puede decirse que la figura de la madre educadora es el icono en el que se combina esa doble función. Por extensión, suele  hablarse de sociedad educadora, con el fin de señalar el alcance de las funciones y efectos que puede tener la convivencia una vez que se asumen de manera más o menos consciente intenciones que rebasan el mero estar unos con otros, resolver problemas, etc. Así también podría decirse que la madre naturaleza nos educa, ya sea con referencia al hombre primitivo respecto del hombre civilizado,  a lo primordial que en el hombre se vincula al conjunto del reino animal, o a las crisis ecológicas que agudizan la conciencia de penuria, escasez y desamparo.  Un buen ejemplo de este uso podría ser el cuento de R. Kipling, en el que el niño de la selva es educado por  mamá naturaleza, quien lo abandona una vez que reconoce en él su naturaleza social, es decir, humana.

La figura paterna, por su parte, hace referencia a un compañero, un instructor, un amigo, un apoyo….  o a todo lo contrario. Si se pierde la paternidad, se pierde la común fraternidad. El padre me mueve a ser adulto, a imitarlo, a aprender de sus cualidades. La madre me mueve a volver a ella, a contar con su protección, a no olvidar sus enseñanzas básicas. Aquí parece darse un límite en la paternidad y la maternidad humanas, que llevan a ver, buscar, encontrar, proyectar ambos modos de filiación en una realidad que se percibe con oscuridad a partir de aquello que esas figuras simbolizan, como lados opuestos de una misma moneda.

Hoy, en muchos hogares, el padre y la madre están ausentes, sin que exista claridad sobre quién fue el primer en abandonar al otro. Hay rupturas profundas, entre ellos y sus hijos. Ni la sociedad ni la escuela pueden suplir esas figuras. La “escuela educadora” ocupa el lugar de la madre, con resultados ambiguos. El “magisterio” difícilmente logrará lo que no haya ocurrido en la casa paterna.

En la época que vivimos, época secular, el padre-madre común se oculta. El ser humano sigue buscando su desarrollo. Quiere crecer, ser, aprender a vivir, pero ya no sabe de la mano de quien. Su hermano puede ser su peor enemigo. Pero no parece poder contar con nadie más. Nadie puede enseñarle al hombre a ser humano. La tierra parece ser el único seno acogedor. Como en tantos hogares rotos, el padre es el gran ausente.

IV

 

Hay un clamor que se deja oír por todas partes: ayúdenme a descubrir el valor de mi propia humanidad. Es un clamor silencioso, desoído, silenciado por la estridencia de los medios por los que ese clamor busca encontrar atención: medios de la violencia, de la indiferencia frente a lo que los adultos, preocupados o no, quisieran que ocurriera con sus hijos e hijas; medios de dispersión, desánimo para hacer lo que se espera de ellos, negación de un mundo roto, medios de estridencia y de embotamiento, de destrucción y hasta de autodestrucción.

El clamor por descubrir la propia humanidad ha sido desatendido, quizá, entre tantos programas de valores, estrategias pedagógicas y educativas, con tantos programas, que parecen destinados al fracaso, una y otra vez.

El clamor proviene de los jóvenes, que se revelan frente a un mundo hostil; y de los niños, a quienes no se permite, simplemente, ser y crecer según su momento, de acuerdo con lo que pide una etapa, ese modo de ser que dura unos cuantos años. De lo que reclama su derecho a ser niñas y niños. Derecho a no solo andar el camino para “pasar a otra etapa”, sino de andarlo simplemente por andar. Es la invaluable riqueza de un tramo decisivo del camino de la vida. Del gozo inédito de su estar en el mundo, así, simplemente.

El niño descubre el valor de su propia humanidad cuando es amado, cuidado, atendido. Cuando su crecimiento es fuente de un asombro cada vez mayor, cuando puede ver el mundo y ser y habitar –infantilmente- en él: en la espontaneidad, en la disciplina amorosa, en la oportunidad de jugar, aprender y compartir; cuando descubre lo valioso por sí mismo y con los otros. Cuando se descubre a sí mismo como alguien importante, objeto de solicitud, cariño, en posibilidad de confiar en que la vida no es terrible, que los aspectos repugnantes y agresivos de la convivencia no tiene por qué ser la nota dominante, sino que, lo que llamamos dignidad humana, bien puede estar presente, en los distintos ámbitos de la vida, de la convivencia, en los quehaceres y en los juegos, en las obras humanas. Ahí ocurre ese milagro de saberse un “fin en sí” nunca un mero medio, nunca un objeto de nadie ni para nadie, ni siquiera para el más grande fin social. Todo esto lo sabemos, lo hemos descubierto en algún momento.

Me propongo hacer un ejercicio retrospectivo y, a partir de una fenomenología de lo que es la etapa de la infancia que cada uno de nosotros pudo haber vivido, recuperar el propio clamor y aunarlo a lo que, espero, sea un eco de los niños y niñas que hoy queremos educar y formar.

“Ayúdenme a descubrir el valor de mi propia humanidad.”

¿Desean que sepa descubrir la dignidad de todos los hombres? Descúbranla ustedes, primero, en nuestros rostros. Luego podremos descubrirla nosotros. ¿Perciben en ellas nuestras posibilidades reales? ¿Han intuido la deformación que inevitablemente padeceremos si no llega a ser de nosotros lo que podríamos ser? ¿Si no florece lo que late en nosotros?

Edúquenme en admirar esas obras grandes y valiosas, ante todo las de ustedes, a quienes tengo cerca, y de quienes más puedo aprender. Y también las producidas por todos los hombres de todas las generaciones y de todas las razas. Eduquen mi mirada para que mi admiración se centre en los detalles de las cosas, que ya de por sí nos atrapan; y en la grandeza humana, en las capacidades que nos han sido dadas para descubrir, crear, recrear e inventar cosas grandes y hermosas que están ahí para todos. En ellas podré descubrir la común Humanidad.

Mientras nos sea dado, no queremos perder la inocencia; esa que ustedes saben perdida, lejana, que ven en nosotros como fuente de luz, como mandato de rectitud y exigencia de responsabilidad por cuidar su misterio.

Enséñenme a descubrir mi humanidad, en lo que ustedes son y me muestran, eso me ayudará a descubrirla en mí. En medio de tantas cosas, de tantos juguetes y artefactos, de tantos recursos educativos, corro el riesgo de embotarme, de no saber qué vale la pena, de no descubrir mi humanidad, que es, debo aprenderlo, también “nuestra”; más rica y valiosa que todas las cosas que el mundo hoy quiere depositar en mis manos, más honda y hermosa que la tecnología, todas las especies de animales juntas, todas las plantas y todos los planetas.

Si me enseñan a descubrir el valor de mi propia humanidad podré descubrir el valor de mi prójimo. Sabré respetarlo, aprenderé a cuidar de él, a jugar, a competir sin deseo de imponerme, a desprenderme de lo que no necesito y a compartir con quienes necesitan de mí y de lo mío. Aprenderé a sacrificarme por las cosas importantes, y sobre todo, por los demás, de quienes recibo mi posibilidad de ser y desarrollarme.

Enséñenos a pensar. Y aprendan a pensar como nosotros. No nos llenen la cabeza de cosas inútiles; piensen qué es lo que realmente nos quieren comunicar. No entorpezcan nuestro entendimiento con falsas razones. No dejen que nadie oscurezca la luz de lo que solitos podemos captar. Ensénenos a dialogar en el combate.

Enséñennos a saber estar en el mundo, a vivir en el gozo de poder crecer, crear y amar. Enséñenos a resistir la dureza que hay que enfrentar y a padecer el sufrimiento inevitable que sin duda se habrá de presentar. Pero no nos induzcan dosis extra por su incapacidad de dialogar, de entenderse, de perdonarse, de respetar.

Póngannos límites con suavidad, con determinación, pero con cariño. De nada nos sirve crecer en un mundo cómodo y blando; eso no nos hará mejores personas. Formen nuestro carácter como se forma el metal más resistente y más noble.

Queremos vivir la igualdad desde el fondo, como cuando, al jugar, lo único que cuenta es que somos unos con otros, con todos los demás, y que estemos contentos, y que en ese rato el tiempo no cuente, y que no acabamos peleados.

Eduquen nuestro corazón. Formen en nosotros el rostro de nosotros mismos. No lo deformen. No lo estilicen. Déjense interpelar por nuestros silencios, por nuestras rebeldías. No piensen que lo saben todo acerca de lo que somos. Algo muy grande nos une, y algo muy grande nos separa. Nuestro ser niños y niñas es un misterio que se esfuma fácilmente. Respétenlo. Venérenlo, y nosotros aprenderemos a venerar.

Dejen que fluyan y nos fortalezcan nuestros mejores sentimientos. Sientan con nosotros. Cuiden nuestro candor con su amparo. No repriman la inmediatez de nuestro sentir vital. Sabemos sentir la diferencia de valor de las cosas cuando ustedes son los primeros en reconocer las diferencias, en reflexionar sobre las malas consecuencias de una sensibilidad ofuscada. No nos enseñen ni nos obliguen a fingir. No sean demasiado considerados con nosotros. Creen para nosotros una conciencia de amparo en el mundo, y ayúdenos a exponernos a él con audacia y con prudencia. Hágannos ver todo lo que somos capaces de crear, hacer y heredar a los demás.

No bloqueen el movimiento interior que palpita en nosotros hacia las cosas grandes, nuestro amor a las hazañas. No entorpezcan nuestra curiosidad con sus reglas. Dejen florecer en nosotros la iniciativa que sale de nuestro descubrimiento de lo que podemos hacer y de las cosas mismas que nos van maravillando. No creen obstáculos con normas irracionales, con un amor ciego, con una protección que nos paraliza.

Queremos encontrar en casa lo que ustedes se imaginan que nos darán en la escuela. A los maestros y maestras les pedimos que nos entreguen a nuestra propia índole e iniciativa–¡no somos más que niños!-. Enséñenos, con su ejemplo, a acostumbrarnos al esfuerzo. Déjenos ver, en lo que nos quieren heredar, las finalidades por las que vale la pena sacrificarnos, a cumplir con gusto con los deberes especiales de nuestro momento. No queremos sentir la injusticia y la arbitrariedad en sus castigos. Háganse humanos cuidándonos. Aprendan de nosotros cuanto puedan.

Somos sus hijos, sus hijas. También somos sus prójimos. Provenimos de ustedes y somos, cada cual, un enigma. Somos niños, niñas y queremos serlo. Somos retoños con vida propia. Ayúdenos a descubrir nuestra propia humanidad. Es su deber, su obligación, su responsabilidad, y también su privilegio y su oportunidad.

El valor de la infancia y el clamor