De la diversión al gozo

 

Luis A. Aguilar Sahagún

Res severa verum gaudium[1]

Adagio romano

Diversión sin gozo

Es una gran paradoja de nuestro tiempo que se multipliquen las diversiones sin que esto traiga consigo un poco de verdadera alegría. Por el contrario, no es alegría lo que se produce de este modo, sino el tedio que se va posponiendo entre una diversión y otra, entre un juego y otro.

Blas Pascal se detuvo ya a considerar la realidad del hombre di-vertido. La escisión interna que el hombre lleva en su ser se profundiza cuando pierde el foco que le da unidad. Sin un punto focal que concentre su atención, su energía se disipa hasta agotarse.

Diversiones son ya mercancías de variados precios que no es necesario esconder en el mercado de lo que pareciera una insaciable sed de satisfactores. Los manuales de Economía moderna reiteran en las generaciones estudiosas la idea de que las necesidades del hombre son ilimitadas. No es de sorprender que, cuanto más se multipliquen, mayor sea el anhelo del gozo perdurable.

Los bienes están ahí, para muchos, y en abundancia. Pero no son garantía de felicidad para nadie. Para otros, son como fata morgana, espejismo de lo inalcanzable. ¿En dónde encontrar la alegría? Quienes carecen de lo más indispensable apenas si la conocen. Y, pudiendo conocerla mejor en la sencillez del diario convivir, se ven amenazados por la huída fácil en el consumo que embota el sentido de una realidad apenas tolerable. Los juegos la prometen. Se multiplican en formas cada vez más sofisticadas. Su diseño exige del esfuerzo, del ingenio y de lo más avanzado de la tecnología para dar placer por unos minutos.

Los niños gustan de visitar esos “centros de diversión” en los que, con costosas fichas, agotan los ahorros de sus padres en pocos minutos, brincando de un juego a otro. Ya sea que se trate de simulacros de carreras de automóviles, o bien, de matanzas de enemigos que se multiplican desde todos los puntos de la pantalla de una máquina de ruidos estridentes. El niño aprende así a aburrirse como adulto, en una etapa en la que el aburrimiento es uno de los dolores más intensos.  El tiempo presente, en el que vive la infancia, se hace trizas cuando se aburre. Sin la intensidad del ahora, sin el ayer de una memoria, sin el mañana real… Los adultos se hacen cómplices, de este modo, de un mundo pre-fabricado para que los niños se diviertan como lo haría un adulto más o menos pervertido en su inocencia.

¿Dónde queda lugar para la alegría verdadera? Cuanto mayor sea el hueco que deje la insatisfacción de las falsas promesas de un gozo irreal, tanto mayor será el desencanto ante la vida y el escepticismo, camino regio del cinismo y el nihilismo. Las diversiones se hacen así cada vez más sofisticadas. Ya no se buscan en el “más acá” sino en un “más allá” a la mano de quien tenga recursos para comprarlo: la droga es sólo un símbolo de esa “otra realidad”: su resultado es la destrucción de la persona y el cáncer social de la violencia.

La diversión no es gozo, es su espejismo. El placer no es la alegría, sino su sustituto. El hombre de hoy parece refractario a las verdades más elementales: lo mejor de la vida es gratis. Lo mejor de la vida demanda lo mejor del hombre: darlo todo, darse todo, entregarse del todo al bien que cada cual descubre como el suyo: su vocación, su manera particular de servir y dar gozo, de ser alegría para los demás en medio de un mundo recio que demanda toda la seriedad para enfrentarlo.

Caminos de superación

El hombre puede superar la di-versión que lo escinde y que lo hace ajeno a la vida y la alegría de vivir y convivir y así recrear la sociedad. Se trata de una posibilidad real. Menos “revolucionaria”, pero, quizá, más efectiva que las alternativas de gran calado. Entre otros, pueden destacarse algunos caminos bastante probados: el juego, el trabajo, la creatividad y el amor, sobre todo, a quienes padecen cualquier tipo de desgracia o limitación.

Trabajo y creatividad

La creatividad es una de las formas en que el hombre puede experimentar con mayor intensidad lo que lo propio de un ser inteligente. La producción de lo nuevo, lo inédito es un modo de añadir al mundo por cuenta propia lo que no tenía. La creatividad exige el desarrollo de habilidades ya sean físicas o intelectuales. Se expresa en obras de las que otros de pueden beneficiar por su sola existencia. Esto puede ser un motivo aún mayor de gozo para quien las genera.

El artista, el hombre de ciencia, el tecnólogo, el artesano, son paradigmas del trabajo creativo. La capacidad de crear obras de arte o de hacer descubrimientos o inventos de utilidad es un claro indicio de que en el universo hay una raíz que afirma el sentido y el orden en contraste con la entropía física. La creatividad se expresa en múltiples ámbitos y es capaz incluso de crear otros nuevos.[2] Tiene que ver con una actitud fundamental ante las cosas, indagar sobre su funcionamiento y sus posibilidades.

La creatividad toca al nervio de la libertad. El hombre puede ser creativo frente a su propia realidad, hacer su vida apropiándose de sus posibilidades. Puede ser un artista de su propia existencia, como el buen gobernante lo puede ser en el orden de la vida pública. La convivencia verdaderamente humana supone de la creatividad de todos los ciudadanos.

 La creatividad exige concentración, empeño, inteligencia. La creatividad es un modo privilegiado de desarrollarse como hombre. En diversos grados, según sea la bondad de la obra y la intensidad del empeño, la alegría -una alegría exigente– acompaña a la creatividad.

La alegría, ha dicho Bergson, es el triunfo de la vida, porque ella es la expresión de la fuerza creadora de las cosas, de la evolución y del hombre. En el fondo, es ella expresión de la libertad creadora de Dios, y en el hombre, de su ser libre y creador, cuando todo él es como un canal de ese impulso vital, por lo que hace y por lo que decide. La alegría es un signo de nuestro destino.

“En todas partes en donde hay alegría, hay creación. Tanto más rica es la creación tanto más profunda es la alegría. La madre que mira a su hijo está alegre, porque es consciente de haberlo creado, física y moralmente… Aquel que está seguro, absolutamente seguro de haber producido una obra viable y duradera, ese no tiene necesidad de elogio, y se siente más allá de la gloria, porque es creador, porque lo sabe, y porque la alegría que experimenta es una alegría divina.”[3]

Alegría divina, añade Chevalier, “porque es la alegría de un hombre que sabe que ha colaborado con la obra de Dios: de lo que Dios crea por amor y con amor”.[4]

Es altamente sintomático que las sociedades modernas ofrezca tan pocas oportunidades de trabajo creativo. La oferta de diversiones parece ir de la mano de un sistema de vida y de producción que busca sus propios mecanismos de permanencia. Puede señalarse esta como una de las raíces más profundas de la corrupción del sistema capitalista.[5]

 

El juego

El hombre es y se hace hombre al jugar, no sólo al trabajar. Puede entenderse por juego la ocupación cuidadosamente separada, aislada del resto de la existencia y realizada, por lo general, dentro de límites precisos de tiempo y lugar. El juego se caracteriza por ser una actividad libre, separada, incierta e improductiva, reglamentada y ficticia. Está en cierto modo encerrado en sí mismo, y ahí, genera un orden propio, no exento de tensión, de incertidumbre, de un elemento azaroso.[6]

Si el trabajo es penoso, es porque obedece a las leyes y a la finalidad del mundo objetivo. El juego, por el contrario, suspende temporalmente las normas y los imperativos del mundo objetivo (H. Marcuse)[7].

Platón exaltó el trabajo como forma de juego y, definió el juego como el contenido esencial de la vida de los hombres, como el modo de existencia más digno de ellos (La Leyes, Libro VII).

Ser es también jugar. El juego es un modo “serio” de ser con los otros, ateniéndose a unas reglas. El juego es a veces “agónico”, a veces gozoso. Se desenvuelve entre la competencia y la disipación. Es tiempo y espacio de recreación.  Muchos animales juegan, no sólo el hombre. Pero sólo él puede establecer sus propias reglas, cambiarlas, y someterse a ellas. El hombre crea y recrea la cultura no solo trabajando, sino también jugando. El historiador de la cultura Johann Huizinga ha caracterizado al hombre, más que como ser que piensa o que trabaja (homo sapiens, homo laborans), como hombre juguetón (homo ludens).[8]

El juego no es en primer término lo que se hace con el “tiempo perdido”, sino ante todo un modo de colmar el tiempo con la misma intensidad de la atención y de la entrega que demandan el trabajo, o con la soltura de las fuertes amarras que constriñen los ritmos de la vida por los deberes y obligaciones que impone el trabajo cotidiano. Se caracteriza por la libertad, la gratuidad, la creatividad y la satisfacción.

Al jugar el hombre establece un ritmo de vida a un tiempo distinto del tiempo del trabajo. El niño se embebe en el juego. Vive en el presente. Así el hombre, que de alguna manera busca reconstruir esas experiencias. El hombre puede pasar horas jugando, sin darse cuenta. El jugador, el atleta, el deportista están de otro modo en el mundo, en el espacio y en el tiempo. Algo hay en el juego de atisbo de lo que no es mera temporalidad.

El juego es también un modo privilegiado de ser y estar con los otros. Es un espacio privilegiado de encuentro. Puede ocurrir en la espontaneidad, en el acuerdo que genera la simpatía, o en medio del conflicto que puede llevar hasta la destrucción; el juego permite que se limen los antagonismos y asperezas, o también que se acentúen las rivalidades, siempre dentro de marcos más o menos reconocibles y aceptados por los participantes (lo que no ocurre en el “juego sucio”).

Entre el trabajo y el ocio, la competencia y  el reto, el juego hace posible pasar el tiempo junto con los otros, en lo que tiene sentido y en lo que aparentemente no. Hace posible buscar y encontrar la armonía, la sintonía con el otro de cara a esa tarea peculiar que puede ser muy exigente, pero en el que lo decisivo no es el quehacer del que depende ni la sobrevivencia ni la solución de los grandes asuntos de la convivencia. El juego rompe las rutinas, y su vivencia se convierte en promesa de una vida sin cadenas. Por eso tiene un sentido profundamente humanizante. También cabe advertir su carácter ambiguo, cuando es deshumanizante. Su sentido antropológico consiste ante todo en crear, re-crear –el hombre se recrea y recrea-, la relación con los demás, la comunicación, la salud, su carácter educativo, el conocimiento a través del aprendizaje lúdico y el desarrollo de la creatividad. El juego auténtico, puro, constituye un factor decisivo de toda cultura, tan importante o incluso más que el mismo trabajo.

Al parecer en la experiencia del juego la vivencia del tiempo es cualitativamente diferente de la que se da en las “jornadas” de trabajo, en las “horas de trabajo intenso, duro”, en las que el parámetro es el tiempo que miden las manecillas del reloj. El tiempo que cautiva en el asunto mismo, en el estar con otros, en el esparcimiento, la fascinación silenciosa, gozosa, tensa, intensa, en la que parece que se suprime el tiempo, y se gusta del instante, y se le desearía eternizar. Así el juego puede parecer una anticipación de esa “otra vida” esperada explícitamente por algunos, atisbada por otros.

Cabe preguntar en qué medida el sentido lúdico de la vida está presente en las sociedades modernas como un valor en sí. O si, por el contrario, una de sus grandes miserias consiste en haber hecho del juego una mercancía de distintos precios.  Pareciera, así mismo, que ni siquiera cabe plantear la posibilidad de que lo lúdico se integre a la actividad laboral. “Ser empleado” no equivale a contar con oportunidades de trabajo y creatividad, mucho menos de desarrollo lúdico. “Ser empleado” puede ser una bendición por el sólo hecho de ofrecer fuentes de ingreso, quedando en manos de un mercado en el que el ser humano no cuenta.

Amar

“Bienaventurados” es la traducción al castellano de “makáioi” del Sermón de la montaña (Evangelio de Mateo, Cap. 5, 1 y ss): “Bienaventurados los infelices”. Lledó invierte la expresión, tratando de recuperar su sentido: felices son solo aquellos que se abren a los infelices, es decir, a los que padecen con ellos. Ernest Tugenhat observa a propósito de esta traducción: “Naturalmente esta inversión era ya la idea fundamental de Jesús con su concepción universal del amor.” Es sintomático que, un pensador agnóstico, intuya que en esta enseñanza se abra un camino inequívoco de alegría y realización humamas.

Resulta desconcertante que un Francisco de Asís haya podido encontrar “la dicha perfecta” en ser vapuleado por causa del Evangelio de su maestro. Nadie se atrevería a sospechar que se trata de una suerte de masoquismo sublimado. Nadie dudará de que las bienaventuranzas sean moneda hueca, si salieron de boca del Rabí de Galilea. Con ellas Jesús proclama la misericordia ilimitada de Dios; proclama que este mundo no tiene la última palabra sobre la felicidad del ser humano; denuncia la engañosa felicidad de quien ríe y disfruta de los bienes de la tierra dejando en el olvido a quienes lo producen con sus manos en largas jornadas, o a quienes no se considera dignos de lo que en realidad les pertenece, o a quien, por cualquier motivo, está de antemano “fuera de la jugada”.

Para el cristiano Jesús es la revelación tanto de Dios como de lo que significa ser humano.  Jesús revela también la esencia del juego. Del homo vero ludens. No sólo, como atestiguan el Libro de la Sabiduría y Evangelio de Juan, como “Sabiduría eterna del padre” que ama habitar entre los hombres y tener su morada entre ellos. Jesús fue a las fiestas populares, a las bodas, cantó los himnos de alabanza y las acciones de gracias, llenas de gozo (P. ej. Evangelio de Mateo, 11, 25). Debió divertirse, sin duda, jugando con los niños y con los excluidos de su tiempo. Hay numerosas expresiones en las que es posible descubrir expresión de sentimientos de  gozo. Su vida es revelación, así mismo, de lo que es un hombre libre, trabajador y creativo.

Frente a una sociedad en la que la distracción, el aburrimiento y la trivialización del juego hacen que crezca la nostalgia por el verdadero gozo, la imagen que elegida por el Maestro de Galilea para comparar a la generación de sus contemporáneos conserva aún hoy toda su fuerza: “Son semejantes a los muchachos que sentados en la plaza, invitan a los otros diciendo:  “Tocamos la flauta para ustedes y no danzaron; les cantamos lamentaciones y no lloraron. “ (Evangelio de Lucas 7, 33).

Una canción popular irlandesa parece recoger bien el sentido lúdico y del humor no sólo de Jesús, sino de lo que los cristianos han comprendido acerca de su haber estado en el mundo.

Bailé por la mañana cuando el mundo era joven

Bailé sobre la luna, sobre las estrellas, sobre el sol.

Bajé del cielo y bailé en la tierra

y  vine al mundo en Belén.

 

Bailé en donde estaban ustedes

porque yo soy el Señor de la danza:

Donde ustedes están

Seguiré bailando para todos.

Bailé para el escriba y para el fariseo,

pero ellos no quisieron ni danzar ni seguirme;

Bailé para los pescadores,

para Santiago y para Juan;

Ellos sí me siguieron y el baile siguió.

 

Bailé el día del sábado, curé al paralítico;

las personas santas decían que eso era una vergüenza.

Me apalearon, me dejaron desnudo

y me colgaron bien alto en una cruz …

para que me muriera.

 

Bailé el viernes, cuando el cielo se hizo tinieblas:

¡Es difícil danzar con el diablo sobre la espalda!

Embalsamaron mi cuerpo

y pensaron que todo había terminado

Pero yo soy la danza y sigo siendo siempre el baile.

Quisieron aniquilarme,

pero resurgí aún más arriba,

porque yo soy la vida,

la vida que no sabe de muerte:

Yo viviré, y ustedes también, si viven en mí.                                             

Porque yo soy el Señor de la danza.

 

¡Baila, baila, donde quiera que te encuentres,

Yo soy el Señor de la danza,

Y los conduciré dondequiera que estén!

 

***

En la misericordia que alcanza a los hambrientos, a los humildes y a los desprotegidos, la alegría es uno de los frutos de la alegría. Estas verdades elementales son tan pequeñas como el grano de mostaza sembrado cerca de un huerto de olivos, a un costado de Jerusalén. Son tan grandes como el árbol de la historia. Las generaciones recogen el eco de esa voz que aún resuena de entre los montes de Judá, de los valles de Galilea hasta los montes Urales, los Pirineos, los Apalaches, el Himalaya… “El que no recoge conmigo, desparrama” (Evangelio de Mateo 12, 30). La clave del recogimiento es hacerlo con el  sembrador de todas las tierras y de todos los tiempos. Es una bendición para el ser humano el contar con esta oportunidad.

 

[1]  La verdadera alegría es cosa seria.

[2]  Cf. López Quintás, Alfonso (2003). La formación estética y su poder formativo, Universidad de Deusto, Bilbao. El autor ha desarrollado con amplitud el sentido de los “ámbitos de realidad”.

[3]  Cf. Bergson, Henri, La Conscience et la vie, reproducido en L´ Énergie spirituelle, p. 24, citado por Chevalier, Jacques (1926 19ª). Bergson, Librerie Plon, París, p. 239.

[4]  Ídem.

[5]  A la vista de las desigualdades, de las condiciones de vida y de trabajo de un gran número de trabajadores, el Papa Pablo VI ya advertía que “debe haber algo profundamente corrompido en el capitalismo”.

[6]  Malishev, Mijail, “Los juegos y sus funciones antropológicas” en Íd. El hombre: un ser multifacético, Universidad Autónoma del Estado de México, 2003, p. 229.

[7]  Cf. Voulant, A. El hombre, Diálogos con Herbert Marcuse y Jürgen Moltmann, Sal Terrae, Santander, 1973.

[8] Huizinga, Johan (2005 5ª reimpresión). Homo Ludens, Alianza, Madrid.