Yo y Nosotros

Simon L. Frank  [1]

 

A partir de Descartes, la nueva Filosofía occidental ve en el Yo al portador ulterior no determinado de la conciencia personal individual, al principio incomparable y omniabarcante. Para tal punto de vista este portador y este centro de la conciencia personal son idénticos a lo que se conoce como “sujeto cognoscitivo”, es decir, con el “cognoscente” o el “ser consciente”. Todo lo demás que de una u otra forma le es accesible a la conciencia o al conocimiento humano se halla frente a este “Yo” como objeto o como contenido de conocimiento, como No-Yo y es abarcado por él, dado que sólo existe en él o en relación con él, no por sí mismo. En comparación con esta absoluta prioridad y supremacía del Yo, con este punto ideal en el que el ser es por sí y en el que por primera vez se abre y se ilumina mediante la conciencia, toda aquella totalidad a la que nos referimos como Nosotros resulta ser algo enteramente deducido y exterior. Aquí, en concordancia con la doctrina usual de la gramática (para la cual el “Nosotros” es “el plural” del Yo”), el Nosotros puede ser entendido como la multitud de sujetos individuales perceptible solo subjetivamente, el conjunto o la suma de muchos Yo que, a diferencia del mismo Yo no es ya un sujeto, nada originario y que sea por sí mismo, sino solo contenido de la conciencia de un yo respectivamente individual.

Esta doctrina filosófica que, entre tanto ha culminado en un idealismo subjetivo –como en el caso de Berkeley, del Fichte temprano y, en parte, en el caso de Kant- pero que, cuando se prescinde de esta expresión extrema, se representa al Yo como una instancia absoluta, singular frente al que todo el resto del mundo se opone como objeto muerto y ciego de conocimiento, que espera su esclarecimiento mediante el Yo –esta doctrina filosófica, decimos, es solo el reflejo del sentimiento vital dominante de los hombres occidentales, de su individualismo encarnado e instintivo. Aparece como un axioma perfectamente evidente, incuestionable y originario, como punto de partida de aquel filosofar (piénsese en el cogito ergo sum de Descartes, en la única y exclusiva certeza descubierta por él de la autoconciencia personal en medio de la dubitabilidad general de todo lo demás). En realidad se refleja en ello, como se ha dicho, solo el sentimiento de vida especial, profundamente arraigado, del individualismo. Considerada como teoría científico-filosófica esta teoría no solo resulta en modo alguno evidente, sino llena de contradicciones sin salida.

Ante todo, no es correcto identificar a la auto-conciencia viviente a la que llamamos yo con el sujeto cognoscente. Éste forma parte del yo, pero del hecho de que el cognoscente sea un yo no se sigue que sea idéntico el yo con el cognoscente, con el “sujeto” puro. El puro sujeto de conocimiento es en cierto modo un punto impersonal, sin propiedades, sin movimiento; por el contrario, mi yo es algo vivo, cualitativamente, irrepetiblemente propio, lleno de contenido y de vida interior. El sumergimiento en mera visión, la transformación del sí mismo en un mero “sujeto de conocimiento” siempre va ligado a la desaparición del yo viviente individual, tal como resulta especialmente claro en el ejemplo de la mística contemplativa-impersonal del Hinduísmo. Si el yo se identificara por completo con el sujeto de conocimiento, entonces en los objetos de experiencia que me son dados nunca podrían salir a mi encuentro seres semejantes a los que yo llamo otros yos. Resulta digno de consideración el siguiente hecho del pensamiento filosófico: Mientras que hubo muchos pensadores que afirmaron sin temor el idealismo subjetivo y creyeron que, a excepción del yo todo en el mundo sería su mera representación, no ha habido un solo pensador que se hubiese decidido a negar la existencia de otras conciencias, de muchos yo, es decir, a hacer confesión del “solipsismo”. Todos los idealistas confiesan la existencia de muchas conciencias y caen con ello en contradicción consigo mismos. Es evidente que el estar a la mano del “yo ajeno” es con mucho más convincente y menos separable de mi conciencia que la existencia del mundo exterior. Si, con todo, el yo fuese idéntico al sujeto de conocimiento, entonces sería evidente que él (o un ser o un principio semejante a él) no podría encontrarlo como objeto de conocimiento.

Aún más decisivo resulta para nosotros el hecho de que la doctrina sobre la prioridad y exclusividad del yo, frente al cual se deduce todo lo demás, hace imposible la teoría del encuentro recíproco de dos conciencias. El realismo “ingenuo” se representa la conciencia ajena como algo tan inmediato como dado, tal como lo son todas las demás apariencias de la experiencia. Un análisis filosófico que parte de la inmediatez primaria de “mi yo” descubre lo insostenible de esta visión ingenua. Lo que me es dado son elementos sensitivo-perceptibles del cuerpo ajeno -voz, gestos, el rostro del extraño- pero no la conciencia ajena. También resulta fácil probar que todos los intentos de explicar el saber acerca de “conciencias ajenas” como un saber indirecto, mediado, están condenados al fracaso. Uno de esos intentos es la teoría de la así llamada “Deducción analógica”. Según ella, deduzco, por analogía con mi propio yo, que detrás de las palabras y de los gestos de otro con un cuerpo humano semejante al mío, se oculta una conciencia semejante a la mía. Lo mismo ocurre con la teoría aún más sutil de la “Empatía” (Einfühlung) desarrollada por el psicólogo alemán Lipps, según la cual, en el encuentro con otro ser humano soy inmediatamente “contagiado” de su estado anímico interior y, dado que en este estado me experimento como “no perteneciente a mí mismo”, le adscribo al otro la conciencia ajena. Todas estas teorías recortan el hecho simple de que, para alcanzar de algún modo una “conciencia ajena”, “a otro”, es decir, un “yo que no sea el propio” ya se ha de contar de antemano con el concepto de este “yo no propio”. Pero cuando el sujeto de la conciencia solo me es accesible como “mi propio yo”, como algo en principio único, entonces la “conciencia ajena” es una contradicción como lo es un “cuadrado redondo”. Cualquier cosa que me sea dado en mi experiencia tengo que captarlo ya sea como mi propio “yo” o como no-yo, como objeto muerto. No existe salida de este círculo vicioso.

Esta dificultad aumenta mediante otra, que consiste en que, cuando no tenemos presente el simple hecho de percibir o conocer al “yo ajeno”, sino el hecho de la relación recíproca entre las conciencias. En el fondo, el enigma de la conciencia ajena, tal como se plantea en la teoría del conocimiento, es el enigma de lo que gramaticalmente se traduce con el concepto de Él. La “conciencia ajena” de la que aquí se habla es simplemente el sujeto de conocimiento. Pero en la relación recíproca, la “conciencia ajena” o el “otro yo” no es simplemente un objeto que yo reconozco y percibo, sino un sujeto que al mismo tiempo me percibe a mí. En la relación recíproca la otra conciencia es para mí lo que gramaticalmente se expresa como , como segunda persona del pronombre personal. ¿Pero qué es realmente el Tú si se lo analiza de forma abstracta desde el punto de vista de la teoría del conocimiento? Es del mismo modo una conciencia ajena que yo percibo como percibiéndome a mí. Pero eso no es todo. Él, por su parte, me percibe a mí como alguien que lo percibe a él, pero no simplemente como percibiéndolo, sino que él me percibe como alguien que percibe que él me percibe, y así sucesivamente. Como dos espejos puestos uno frente al otro producen una infinita cantidad de reflejos, así el encuentro de dos conciencias -entendidas como percepciones mentales recíprocas- producen un número infinito de tales percepciones. Con otras palabras, el encuentro se muestra bajo esta perspectiva como irrealizable. Si ya el Él, es decir, la conciencia ajena a la que se presenta como puro objeto, para la visión según la cual el mundo entero se desgaja en yo y no-yo, se muestra como una categoría irrealizable, tanto menos realizable o explicable es para ella el concepto de Tú, el concepto de un miembro que está frente a mí de una relación recíproca viva.

¿Qué se sigue de lo expuesto? De lo expuesto se sigue que, dado que en sentido estricto el yo solo existe en singular y es irrepetible, lo que se llama el “otro yo”, visto con exactitud, es para mí un Tú, no meramente un dato externo, y no puede ser un objeto con el que se topa mi conciencia al percibirlo desde fuera, sino una imagen originaria, que me es presente “desde dentro”. En una relación recíproca no ocurre un simple cruce de dos rayos que, impulsándose en direcciones opuestas, se movilizan uno al otro. Ya en el cruce más breve de miradas se realiza una circulación de una única vida, fluye una circulación común como de sangre espiritual. Con otras palabras, aquí no se encuentran externamente dos seres independientes y autónomos que se convierten uno para el otro en Yo y Tú. Lo que ocurre es más bien que su encuentro hace surgir en ambos una unidad originaria, y solo gracias al surgir de esta unidad, pueden ser uno para el otro: Yo y Tú. El conocimiento del “Yo ajeno”, y con mayor razón el encuentro vivo con él, solo es posible porque nuestro yo en cierto modo busca desde siempre este encuentro; más aún, porque idealmente el Yo está referido al Tú, aún antes de que haya ocurrido algún encuentro externo como un Tú real específico; porque esta relación ideal con el Tú, esta unidad originaria con él constituye la esencia del Yo.

No habría ningún Yo, el Yo sería impensable, a no ser en la relación con el Tú, como no existe “la izquierda” sin “la derecha”, “arriba” sin “abajo”, etc. Pues el Yo es un Yo “único”, un Yo “separado” no en virtud de su autonomía o de su autosuficiencia, sino precisamente en virtud de su distinción y separación del otro Yo, de su puesto frente al Tú, y por consiguiente por su vinculación a él en esta contraposición.   De ninguna manera puede afirmarse que lo que funge como correlato o contraparte adecuada del yo es el no-yo impersonal, el “objeto” muerto y ciego. Este objeto solo es correlato para un “sujeto de conocimiento”, pero de ningún modo para el yo viviente que, como hemos visto no es en modo alguno idéntico con el sujeto de conocimiento. El correlato del Yo es precisamente el Tú. El Yo mismo se constituye mediante un acto de diferenciación que transforma una unidad espiritual originariamente fundida en una vinculación correlativa entre el Yo y el Tú.

¿Pero qué tipo de unidad originaria es esa? No es otra que la que gramaticalmente se traduce en la palabra Nosotros. Nosotros no es simplemente la “pluralidad” de Yo, una simple acumulación de muchos Yo. En su sentido fundamental y originario el yo no tiene múltiplos y no puede tenerlos. Es único e irrepetible. En muchos ejemplares me puede ser dado desde fuera un Yo ajeno, una personalidad fuera de la mía, que sea pensada objetivamente o percibida- un Él. El nosotros es, por así decirlo, la legítima forma plural del Él. Puedo tener encuentros inmediatos con muchos, y entonces son para mí un “Ustedes”. Pero yo mismo existo como algo para mí en principio único – no porque yo sea un “sujeto de conocimiento” omniabarcador, sino porque soy una auto-revelación interior e irrepetible de la vida. Los muchos Yo, de los que se habla con frecuencia en Filosofía son solo muchos Él, es decir, ellos, pero no Nosotros. Esto se puede reconocer ya a partir del hecho de que la Filosofía utiliza también en singular la tercera persona para este Yo que admite un plural: “El Yo existe, es”. Pero en sentido verdadero, originario y de forma primaria, solo yo solo puedo existir, ser para mí; y en este sentido el plural aplicado al yo es simplemente un sin sentido. Por eso Nosotros no es el plural de la primera persona, no es muchos Yo, sino el plural como unidad de la primera y la segunda persona, como unidad del Yo y del Tú (Ustedes). En ello radica la peculiaridad de la categoría Nosotros. La eterna contraposición de Yo y Tú que – cada uno por sí mismo e individualmente- nunca puede intercambiar o incluir uno al otro[2]; esta contraposición, este contraste, se supera en la unidad del Nosotros. Ella es precisamente la unidad del ser personal categorialmente diferente, la unidad del Yo y del Tú.

A esto está inmediatamente asociada una peculiaridad del Nosotros: a diferencia de todas las otras formas del ser personal, carece de límites. Cada Nosotros, sea la familia, el Estado, la Nación o la Iglesia, tiene frente a sí un Otro que no forma parte de él –cualquier Ustedes o Ellos. Pero al mismo tiempo el Nosotros puede abarcar e incluir, en un nivel superior, a todo Ustedes o Ellos -en principio, a todos los seres-. En un sentido superior, absoluto, no solo todos los hombres, sino todos los seres están en general pre-determinados a participar en un Nosotros omniabarcador, y que por ello son potencialmente una parte de ese Nosotros. Si de la estrecha unidad de mi familia, mi partido, mi grupo puedo decir Nosotros, con mayor razón puedo decir al mismo tiempo “Nosotros, los seres humanos” o incluso” Nosotros, seres creados”.

El Nosotros es por tanto una categoría primaria del ser humano personal y por eso también del ser social. Con todo lo esencial que pueda resultar para este ser, solo es posible sobre la base de la unidad superior y abarcadora del Nosotros. Esta unidad no es solamente una unidad que se sostiene por oposición a la multiplicidad y a la división, sino que es ante todo una unidad de la misma multiplicidad; una unidad de todo lo partido y todo lo contradictorio – una unidad sin la que no sería pensable ninguna división ni multiplicidad. Y aun cuando afirmo que algún ser humano me es completamente ajeno, o que yo me encuentre en una posición de distanciamiento o de enemistad frente a él, concedo que Nosotros –Él y Yo- somos extraños o enemigos, es decir, afirmo mi unidad con él en la división y aun en la enemistad misma.

Pues como hemos visto, la distinción y separación entre Yo y Tú surge de la unidad, es la diferenciación de la unidad – de aquella unidad que, desgajándose en la dualidad del Yo y del Tú, y que al mismo tiempo permanece como unidad del Nosotros. Desde el punto de vista psico-genético, el niño recién nacido comienza a reconocer su Yo como Yo cuando la atmósfera espiritual originaria se deshace: en la mirada o en la voz materna, tierna o amenazante, y reacciona “él mismo” como vida que percibe internamente la caricia o de la amenaza que se le dirige.

Con ello no hemos querido afirmar que el Nosotros sea una categoría absolutamente originaria en relación con la cual el Yo solo sería una categoría deducida, y que tendría en la Filosofía tendría que ocupar el lugar que usualmente se le adscribe a la categoría del Yo. Tal afirmación sería falso colectivismo abstracto, la contraparte del falso individualismo abstracto. Lo que afirmamos es solamente que el Nosotros no es más ni menos, sino tan primario como lo es el Yo. No se desprende del Yo, no es la suma o la acumulación de muchos Yo, sino una forma originaria del ser, que está relacionada con el Yo. Es así mismo una unidad inmediata e indivisible, como la del Yo, una raíz ontológicamente primaria como nuestro Yo. La relación aquí considerada no se agota en la correlación del Yo con el Tú, sino que encuentra su expresión igualmente en la correlación del Yo con el Nosotros.

Cada uno de estos principios presupone al otro, es impensable sin la existencia del otro. El Yo solo es entonces concebible como un miembro del Nosotros, del mismo modo como el Nosotros solo es pensable como unidad del Yo y del Tú. El ser espiritual tiene dos aspectos correlacionados: es la multiplicidad diferenciada de muchas conciencias individuales y al mismo tiempo su indivisible unidad originaria.

Toda exigencia justa y fundamentada de “universalismo” social se confirma mediante la afirmación del carácter originario de la forma espiritual del Nosotros. En la vida social lo general como unidad real es dada concretamente en la unidad originaria del Nosotros, una unidad que no se encuentra fuera de la multiplicidad de los miembros individuales en su relación recíproca. La unidad real consiste en que la misma multiplicidad de los mismos individuos concretos solo puede vivir y actuar como la auto-revelación de la unidad abarcadora de todo y que todo lo penetra. La individualidad, la peculiaridad, la autonomía de nuestro ser personal es sólo relativa; no sólo surge desde la unidad abarcadora, sino que sólo existe en ella.

Notas:

[1] Frank, Simon L. Die geistige Grundlagen der Gesellschaft. Einführung in die Sozialphilosophie, Alber, Freiburg/Münich, 2002, pp. 133-138. Traducción de Dr. Luis Armando Aguilar Sahagún, Licenciado en Filosofía por la Universidad del Valle de Atemajac, Doctor en Filosofía por la Escuela de Estudios Superiores de Filosofía de Munich, Alemania.

[2]   El error del tat aham asmi [“tú eres eso”] del Hinduísmo se desprende del intento de afirmar lo contrario; es el intento de transformarlo todo en el yo o de transformar el yo en el todo.

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